Sunday, November 26, 2006

WHEN BEARS CAN'T FALL ASLEEP

It happens. You ate too much seal meat. You turn around inside your den trying to fall asleep. But oh! for the Lord of Fungus!, it's useless. So, the best thing to do is to bring your paws to the keyboard and search for a story to read. Here is one, written in Spanish, and it is about us, polar bears. The story is called "Los osos de Port Churchill". Enjoy it.
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Observaba desde hace algunos instantes la faena de un pequeño hámster que devoraba rápidamente semillas y granos, almacenándolos entre sus mejillas y que en su especie son como unas enormes bolsas donde aquellos roedores transportan sus alimentos de un sitio a otro. En pocos minutos su pequeño cuerpo adquirió la talla y el porte de un diminuto y musculoso gladiador que caminaba hinchado e importante de un rincón a otro de su jaula, dejándose mirar y admirar.

Cuando le confirmaron desde la oficina de empleo su próximo traslado a una remota población del norte, más arriba del paralelo sesenta y a la cual sólo se podía acceder por avión, creyó que le sería posible llevar consigo todas sus pertenencias. Sin embargo, la carta, aunque escueta, especificaba que él haría solamente un viaje de ida y que podía llevar consigo no más de dos grandes valijas. En cuanto al resto de sus cosas, en la carta simplemente le decían: "Deshágase de todo cuanto no le sea posible traer consigo".

Estuvo dos noches empacando y desventrando de nuevo sus maletas, poniendo y sacando cosas que le parecían importantes según las horas que le quedaban antes del viaje y luego de muchos esfuerzos y grandes renuncias, concluyó que le sería imposible llevar con él sus libros, al menos todos cuantos creía necesarios, ¿cómo?, ¿dejar el Diccionario de Bierce?, ¿el Manual del Ajedrez de Borges? Imposible partir hacia aquellas blancas y frígidas estepas sin aquel buen texto El camino del Araya de Arguedas, y entonces éste, pero luego aquel, y este otro...

No pudo continuar de lamentar la previsible ausencia de tantos buenos libros. Sabía que allá en Port Churchill, un remotísimo paraje en el norte, muy cerca de los hielos polares, sólo había dos grandes ocupaciones durante el invierno: ver pasar por la calle a los osos polares durante su migración en la cual a veces se enfrascaban en enredos amorosos que acababan despanzurrando casas enteras y... leer. O hacer las dos cosas a la vez. Imaginó una de aquellas largas noches de invierno, una sola que dura seis meses y se vio a sí mismo, echado en su cama luego de la jornada de trabajo como profesor de lenguas, sin más libros que leer, escuchando afuera el rezongar y los aullidos del viento puliendo la superficie helada de los techos e imaginando que en lugar de contar ovejas para vencer el insomnio, no le quedaría otra que contar osos blancos volando llevados por el viento ártico y que en lugar de rugir, las blancas bestias balaban y luego se ponían a comer focas negras y brillantes como la tinta china.

Sentado frente a una taza de té, su mente se distrajo observando los menudos hábitos gastronómicos de aquel pequeño hámster que acabó siendo suyo de la manera más curiosa y nunca vista cuando un buen día alguien decidió dejárselo en el fondo de un calcetín que apareció colgando de un clavo en la puerta de su apartamento en un barrio al este de Montreal.

En medio de sus devaneos librescos, súbitamente le vino a la cabeza una idea tan absurda que hasta parecía magistral. Durante una de las calurosas tardes del verano, él había ido a visitar a los indios en sus tierras de Kahnawake, al otro lado del puente Jacques Cartier durante las fiestas del Pow-Wow anual. Allí conoció a un mohawk viejo y arrugado como un billete antiguo quien le ofreció a la venta un collar de semillas secas y brillantes en cuyo centro colgaba un pequeño frasquito del cual, le aseguró el anciano, podría beber unas gotas y así convertirse en lo que él más quisiera, en una nube, o en lluvia, en un lobo o en un salmón.

Por supuesto que no creyó ni por un segundo en las argucias del viejo vendedor de collares y pociones. Como un hombre salido de las universidades, ateo, bien plantado en la lógica cartesiana y con simpatías marxistas, la única razón que le llevó a comprar aquel collar fueron las pupilas de su interlocutor. De un brillo pálido y distante, tenían el fulgor de un cirio que proyecta una luz antigua y silenciosa. Nunca había visto nada semejante, lo cual le llevó a la conclusión de que aquella no era una mirada de este siglo, de este mundo y esto lo supo no sólo por instinto sino también por conocimiento.

Recordó una película documental que narraba las peripecias de dos hermanos, especie de Pizarros o Almagros contemporáneos, un par de ingleses o australianos que se embarcaron en un viaje por Nueva Zelandia en busca de metales preciosos y aparecieron como salidos de la tierra de los muertos en medio de poblaciones indígenas que hasta entonces nunca habían sido interrumpidas en el curso de sus días por este tipo de encuentros nefastos. Les dieron cosillas a cambio de sus pequeños fragmentos de metal dorado y conchas de moluscos a cambio de largas horas de trabajo forzado. Varios de ellos fueron fulminados con el fuego negro de los tiros en nombre de la disciplina y la obediencia y todos acabaron siendo incorporados a este caótico mundo de dioses económicos y mundos yuxtapuestos. Uno de ellos, que se parecía en mucho a los maoríes, hombre moreno, arrugado del rostro, sin embargo fuerte y con una diestra lanza, miró por un instante al ojo de la cámara filmadora, y en aquel fragmento temporal quedó grabada para siempre aquella primera mirada que, en un salto de siglos enteros, ponía en contacto dos universos diferentes. Eran unas pupilas que habían conocido los territorios que están más allá de la sorpresa y de la incredulidad. Así debieron ser los ojos de Lázaro después de volver del mundo de los que no sueñan. En la mirada de aquel hombre uno podía leer la distancia más absoluta, como cuando nuestros propios ojos contemplan nuestros sueños más fantásticos e imposibles. A la vez, esa era la mirada más humana y la menos mortal de la que había sido testigo. Aquellos ojos le recordaban la imagen que produce la mirada tranquila del agua que desde el fondo de una noria, mira el espacio negro de la noche, contemplando la danza de las estrellas, reflejando en su líquida faz la pupila blanca y brillante de la noche lunecida.

A esa hora de la noche, en la calma ártica de Port Churchill, los osos debían meditar en la blancura de la luna, sabiéndose de un modo inconsciente y sin embargo profundo, hijos toscos y blancos de aquella otra blancura colgada sobre la punta de sus hocicos nocturnos. Pensó esto, pensó en su próximo viaje, en su absurda hipótesis, en sus buenos libros, en su pequeña mascota que calmadamente almacenaba sus provisiones en los costados inflados de sus pequeñas mandíbulas, y con la sencillez de un acto cotidiano, buscó en la caja donde guardaba las cosas inclasificables aquel collar que le compró a un viejo indio de mirada de montaña y agua primera. Hirvió un poco de agua, se preparó un mate de coca al cual añadió un par de gotas del frasquito.

Al día siguiente, el profesor de lenguas pudo finalmente deshacerse de todo lo que le era inútil. Durante la noche había logrado acomodar con hermosa calma sus mejores libros en el interior de sus mejillas. Había abierto la boca de un modo absoluto, capaz de tragarse todas las posibilidades del lenguaje y devorar al mundo entero. Tomó su avión y partió hacia el ártico con dos maletas y un par de enormes mejillas que le caían sobre los hombros y el pecho repletas de palabras y textos.

Los osos de Port Churchill estuvieron perplejos por largo tiempo, preguntándose qué tipo de animal era aquel que podía acomodar dos oseznos en los costados de la boca. Miraron a la luna que aquella noche mostraba una ancha y discreta sonrisa mientras cruzaba el aire polar y se quedaron así, sin poder encontrar una respuesta.

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